domingo, 6 de enero de 2008

A ver, Perkins, límpieme esta mierda pegajosa de la vereda, plis


Porfiria Laplace de Ibarreta sacaba de paseo, cada mañana, a su perra Robirosa. Recorría la avenida Alvear desde la plazoleta sobre la calle Arroyo hasta Quintana sin mirar a nadie, tras sus gafas de marco blanco que copió en su juventud de las Ocampo, a quienes trataba con alguna frecuencia. En un momento de su recorrido, en la mañana de un domingo soleado de primavera, Porfiria Laplace de Ibarreta se detuvo ante la marquesina de una lujosa tienda de ropa para mujeres de su edad y condición. Absorta en la contemplación de una prenda de su agrado, no notó que el encargado de un edificio de la calle Parera venía hacia ella llevando de la mano el lazo con que sujetaba al perro de un inquilino que le pagaba por pasearlo. Era el animal en cuestión un dogo de importante tamaño, de pelaje blanco y ojos inyectados en sangre. Sin tardanza, el dogo se abalanzó sobre la mascota de Porfiria Laplace de Ibarreta y la montó, ya que las alzadas no eran desiguales. El encargado, temiendo la furia del perro a su cuidado no lo interrumpió. Era ya tarde cuando la señora se dio cuenta de lo que sucedía. Presa de un enojo que la hizo sonrojarse hasta el esmirriado y arrugado cuello, comenzó a gritar y a patear al animal que, montado sobre su perra, dejaba caer colgajos de baba sobre la vereda. El encargado, temiendo verse implicado en una situación embarazosa, comenzó a tironear. Ya comenzaban ambos perros a desprenderse, cuando Robirosa, la hembra, saltó y con una certera mordida desgarró la yugular de su dueña. El encargado, no sin antes sonreír, comenzó a dar la vuelta para retirarse, mirando a los costados que no hubiese testigos. Llegado a la esquina, solo vio a la perra lamiendo la sangre de su dueña que resbalaba por las baldosas.

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