jueves, 31 de enero de 2008

Au revoire. O como sea.


Creo que ya no tengo nada que decir. Se me acabaron los temas, las ideas, los intereses que compartir. No se si esto sirvió de algo. No me parece. Creo que va a ser mejor que vuelva a ser esa mujer anónima que no tenía ganas de hablar con desconocidos.
Esto, desde ya, no es un adiós. Es un tal vez volvamos a vernos, quizás un pequeño hasta luego que revolotea sobre el teclado.

miércoles, 9 de enero de 2008

Hola Carola, te traje una Lola!!!! (O dos).


Hoy, un día como hoy, subí al colectivo, puse la moneda en la máquina, caminé por el pasillo y me llegué a un asiento en el que apoyé las nalgas, luego de un movimiento grácil. Hoy, un día como hoy, con casi cuarenta grados de térmica en esta Buenos Aires con demasiado sol, sentí ganas de no quejarme.
Lógicamente, esas ganas se disiparon pronto.
Por suerte.

martes, 8 de enero de 2008

Un embole.


Una vez le mordí una pantorrilla a un tipo. Sucede que estábamos durmiendo juntos en su casa, y cuando digo durmiendo lo digo literalmente, es decir, la mejor parte ya la habíamos pasado, aunque no fue demasiado mejor, la verdad, hasta que el man me pone la pierna y me aplasta un pecho. Carajo, pensé al despertar de un sueño intranquilo. Y le mordí la pantorrilla. El loco saltó aullando y empezó a putearme. Le dije que fue lo que sucedió, y me puteó más. Al rato me estaba yendo. Y no lo volví a ver. Es lindo que alguien te recuerde. Mal. Pero que te recuerde.
No lo olvides, chico.

Hoy soy, hasta cierto punto, yo.


No tengo ganas de escribir. Hoy es uno de esos días no se qué, cielo plomizo, aire denso, respiración entrecortada por el calor, una porquería. Una jornada de esas en que una no siente demasiadas ganas de ser una, o, en realidad, como una nunca tiene demasiadas ganas de ser eso que se supone que es, en días como el de hoy, una tiene ganas de ser, tal vez, un estreptilococo o un morfosaurio o una mesa de fórmica circa año 68 o, por que no desearlo, en un día como el de hoy, un suave beso echado a volar por labios jóvenes e inocentes.

lunes, 7 de enero de 2008

A la ocasión la pintan manca, o algo asi, no?


Cuenta la historia que el joven Ramón Maza, hijo del viejo Maza, fue uno de los tantos conjurados que en el año del Señor de 1839, en pleno bloqueo anglofrancés, o francoinglés, intentaron dar muerte al Restaurador de las Leyes. Mientras hablaban, el susodicho hijo del viejo Maza y Don Juan Manuel en una galería que daba a los jardines de la casona de Palermo, a solas, pintó una oportunidad que había que ser muy salame para dejar escapar.
Pero claro. El pibe, que era coronel, pero era un pibe, no tuvo los cojones. Así que se rajó. Y el Gobernador, piola, le tendió una trampa, unas horas a posteriori (chupate esa mandarina), y lo hizo fusilar. Porque el padre de Manuelita, digo, la hija del tal Rosas, no la tortuga, no era ningún sonso, vean. Pos claro, manito. Ya lo sabía. Porque no al pedo llegó donde llegó, digo.
En pocas palabras.
¡¡¡¡Hay que ser boludo, ehhhh!!!!!

Niña, deja ya de joder con la guitarra...


Tomo la viola. Me siento en el piso (es incómodo, pero me hace sentir joven y talentosa y llena de esperanzas totalmente infundadas) y pongo un Sol. Paso con agilidad y destreza (mis dedos son veloces y saben lo que quieren) a un Do sostenido. Ja.
Pienso unos segundos y se hace un Re Menor Sostenido (¿las notas se escriben con mayúscula?) y presa de mi propia vanidad, me lanzo en un arpegio discontinuo que desemboca en... una mierda inescuchable. Pensar que esta cosa la compré hace como ocho años, mucho Les Paul, mucho amplificador, pero no voy ni para atrás. Desastre. La dejo contra la pared.
¿Cuanto me darán en Mercado Libre?

domingo, 6 de enero de 2008

A ver, Perkins, límpieme esta mierda pegajosa de la vereda, plis


Porfiria Laplace de Ibarreta sacaba de paseo, cada mañana, a su perra Robirosa. Recorría la avenida Alvear desde la plazoleta sobre la calle Arroyo hasta Quintana sin mirar a nadie, tras sus gafas de marco blanco que copió en su juventud de las Ocampo, a quienes trataba con alguna frecuencia. En un momento de su recorrido, en la mañana de un domingo soleado de primavera, Porfiria Laplace de Ibarreta se detuvo ante la marquesina de una lujosa tienda de ropa para mujeres de su edad y condición. Absorta en la contemplación de una prenda de su agrado, no notó que el encargado de un edificio de la calle Parera venía hacia ella llevando de la mano el lazo con que sujetaba al perro de un inquilino que le pagaba por pasearlo. Era el animal en cuestión un dogo de importante tamaño, de pelaje blanco y ojos inyectados en sangre. Sin tardanza, el dogo se abalanzó sobre la mascota de Porfiria Laplace de Ibarreta y la montó, ya que las alzadas no eran desiguales. El encargado, temiendo la furia del perro a su cuidado no lo interrumpió. Era ya tarde cuando la señora se dio cuenta de lo que sucedía. Presa de un enojo que la hizo sonrojarse hasta el esmirriado y arrugado cuello, comenzó a gritar y a patear al animal que, montado sobre su perra, dejaba caer colgajos de baba sobre la vereda. El encargado, temiendo verse implicado en una situación embarazosa, comenzó a tironear. Ya comenzaban ambos perros a desprenderse, cuando Robirosa, la hembra, saltó y con una certera mordida desgarró la yugular de su dueña. El encargado, no sin antes sonreír, comenzó a dar la vuelta para retirarse, mirando a los costados que no hubiese testigos. Llegado a la esquina, solo vio a la perra lamiendo la sangre de su dueña que resbalaba por las baldosas.

sábado, 5 de enero de 2008

¿Me gusta ser mujer?

A las cinco se las tomó Cristal. Yo me quedé viendo la tele, una serie en Sony. Después puse un disco de Crosby, Still, Nash & Young. Un bajón, la verdad. Llamé a Estanislao, un amigo con ventajas.
Una vez, hace unos meses, se zarpó y le puse un golpe en la boca. Me lo devolvió. Lo eché a los gritos. Dijo que me calle. Seguí gritando. Me levantó y me llevó a la cama, donde me dejó con suavidad. Lo escupí. Sonrió. Tuvimos sexo del bueno.
El pibe no llama nunca. Yo lo llamo una vez cada tres o cuatro meses.
Así es mejor. Nos damos unos golpes, nos clavamos una birra, unas empanadas y a la cama. A veces escuchamos a los Beatles.
O Vivaldi. O Bach. O Serú. O le pido que se traiga algo corto que le quepa, para leerlo juntos. Yo leo lo que me cabe. Por lo general la pasamos bomba.
En la casa me dio el contestador. En el celu, no respondió el mensaje, todavía. Si le dejo un correo de voz, no lo responde y después me putea. Si no se comunica, esta noche va a ser un problema.
¿Alguien sabe si en Space hoy pasan boxeo?

Viernes a la noche en San Telmo. Ohh well.

Anoche fuimos con Cristal al Seddon de Chile y Defensa. No es demasiado barato, pero queda cerca de casa y por que, por lo general, la gente que concurre, además de onda, nació, como mínimo, en la década del setenta. Este comentario puede parecer arbitrario, y tal vez lo sea, pero resulta que a mi amiga y a mí no nos caben los fieritas ni los oscuros ni los heavy ni los conchetos ni los intelectualoides ni prácticamente nada que no sea un tipo piola que desde su mesa nos sonría y espere a ver como reaccionamos. No es difícil que respondamos positivamente. Con que sea un ser humano nos alcanza. Y a ese lugar van, por lo general, seres normales. Y anoche dos ejemplares nos sonrieron y nosotras también les sonreimos. Y se acercaron y a continuación charlamos hasta las cinco de la mañana de cine, de libros, de la vida. Y en ningún momento se babearon ni se hicieron los pistolas ni intentaron vendernos un modelo de sommier que conocieron recientemente en el telo de Huergo y Cochabamba. Fueron cuatro horas de charla tranqui donde nadie pretendió encandilar a nadie. Nos pasamos los teléfonos, pagamos lo consumido y nos fuimos, ellos por su lado y Cristal y yo por el nuestro. Vinimos a dormir a casa y recién, al despertarnos, nos sonreímos. Quien sabe. Es posible que alguna de estas noches volvamos a dormir acá, pero algo más incómodas y con una mueca de intensa alegría en nuestras caras. ¿O no?

viernes, 4 de enero de 2008

No pierdas tiempo, man. Hacete mujer y pasala bomba

Una noche, padre llegó a casa con una perra lanuda cuya raza nunca conocimos ni nos interesamos en conocer. Mi hermana y yo vimos en ella, creo ahora, algo así como la corporización del amor de padre por nosotras. Curiosamente nunca me pregunté, y en verdad sigo sin hacerlo, si ese animalito, esa especie de gólem canino hecho de pelo y amor paterno abarcaba también a mamá. Creo que no.
Con el tiempo, y no hizo falta demasiado, Iris, así la llamamos, pasó de un ser tierno y simpático a monstruo intolerable destructor de hogares. Comenzó manducandose todas esas flores horripilantes que padre cultivaba en las ochocientas macetas del balcón, y, a través de una senda creada con pilchas destrozadas, meadas en alfombras, eternos ladridos nocturnos hasta que una noche, cuando madre fue a acostarse, se encontró con una torre de mierda perfectamente erguida sobre el acolchado.
A diferencia de otras familias, mi viejo sostenía que ya iba a acostumbrarse, que no faltaba demasiado para que se calme. Madre, mi hermana y yo nos empacamos. La perra tenía que irse. Una tarde la perra desapareció dos o tres horas antes que padre llegue. Lo primero que le extrañó al entrar, a padre, obviamente, fue que el animal no se le abalanzara y le babeara los pantalones. No tardó en darse cuenta de lo sucedido.
Jamás preguntó nada. Jamás otro animal, cuadrúpedo o no volvió a entrar a nuestra casa.
Jamás sentimos, estoy segura, nosotras, tanto placer después de un triunfo.

Hoy boxeo hoy, chicas

Me atrae, me encanta, me cachondea furiosamente ver dos tipos peleando. A veces, cuando estoy sola un sábado a la noche, pongo Space. Siempre, a eso de las once, hay dos monos llenos de músculos, fibras, grasas saturadas o lo que sea que se sacuden a lo mostro. Yo los miro, me acerco a la pantalla, me relamo. Y cuando hay sangre, que no es lo habitual, ni hablar.
Las neuronas se me fríen en su propio caldo. Pero más me copa ver a dos gordos medio pelados con olor a cabra bajarse de los coches y comenzar a darse en medio de la calle. No es común, pero he tenido el placer de ver una que otra riña. Una vez se me dió en la esquina de José María Moreno y Rosario. Yo andaría por los diez y seis, año más o menos. Venía del colegio, y me había bajado las medias y me había subido la pollera al salir. Eran momentos, o años, de hormonas tormentosas. Y, si no me equivoco, fue en ese momento en que supe que eso, ESO, no solo me gustaba. Era otra cosa. Ese hormigueo que con el tiempo una ya sabe inequívoco abajo de la bombacha. Eran tipos grandes, arriba de los treinta. Se mataron a piñas. Yo me senté en la entrada de un negocio y supe, ahí mismo, que esa noche, aunque no hubieran rostros ni nombres, que esa noche dos bolsas informes golpeándose no iban a dejarme dormir hasta que mis dedos conocieran un poco más de lo que ya conocían de mí misma.

jueves, 3 de enero de 2008

Las huestes del metal, convocadas

Hace un tiempo, no demasiado, me puse mi primer piercing. Decidí, por algún motivo que, como casi todos los motivos, no tenía razón alguna, ya que lo pensé en el momento, colocármelo en el labio inferior, sobre la comisura izquierda. El pibe, un flaquito de pelo muy amarillo para su tez oscura, tenía tantos ganchos en la cara que se le hubiera podido pegar una tarjeta magnética. Lo que no hubiera estado mal, un buen modo de tener siempre a mano el teléfono de la pizzería. Mientras me lo colocaba, yo, que lo miraba de reojo, no pude evitar el pensar en como sería tener sexo con alguien de rostro cuasi metálico.
Lo imaginé en una cunnilingus. Mientras solo utilizase la lengua, todo bien. Pero en cuanto se acercara... se llevaría algo de mí enganchado en algún lado. Preferí no seguir pensando. Para colmo hablaba. Yo, que lo seguía mirando, respondía con monosílabos. Cuando terminó, era bastante simpático, me pidió que vuelva, que el próximo me lo regalaba. Trato de decidirme.
Dónde colocármelo, si vuelvo, y si acepto el inevitable lance. A mi lista le falta, todavía, un tipo con cara de metal.

Pregunta existencial. ¿Soy una naba?

Groucho Marx escribió una autobiografía a la que llamó "De la nada a la más absoluta miseria". Buen título. Me pregunto si será que salimos de esa nada (supongo que para todos es siempre la misma) y que únicamente algunos pocos favorecidos por la suerte, (talento, inteligencia, sentido de la oportunidad son factores menores), logran romper la regla.
Soy diseñadora de indumentaria. Hasta ahora no sólo no pude diseñar un pantalón. Mucho menos estoy pudiendo diseñar mi destino.
¿Falta de suerte? ¿escasas proteínas? ¿me estaré acostando demasiado tarde? ¿mucho sexo casual?
Es posible que sean las drogas blandas y el alcohol berreta. Voy a pasarme a las duras y al buen scotch. Pero existe un problema. Para eso necesito dinero. Y para conseguir dinero necesito diseñar aunque más no sea una blusa que se pueda vender en Pompeya. O en Once. ¿González Catán, tal vez?
Vuelvo a Groucho. Pero esta vez es una pregunta.
¿De la nada a la más absoluta miseria?

miércoles, 2 de enero de 2008

Voy a salir a reptar solita, a sentarme...

Me gusta mirar a la
gente.
No es que me guste
mirarla.
Es, simplemente, que
soy
como los gatos.
Miro
cualquier cosa que se
mueva.
A veces, pocas,
sonrío.
Otras, algunas más,
sonrío
pero menos, mucho menos.
Pero casi, casi siempre
siento
algo parecido al
espanto.
Voy a comenzar a
mirar
pájaros y edificios.
Tal vez
vaya a ser menos divertido
pero
al menos no me voy a
sentir
tantas veces reflejada.

Otro año al caraxo. Y bueh.

Fui a caminar por Corrientes, el 31 a eso de la una de la mañana. Hice lo que hago cuando logro esquivar a mi vieja y la culpa que me provoca: hacerme una tarta de atún o caballa, indistintamente, y bajarme, al menos, medio tubo de algún cabernet no demasiado berreta. No hubo postre ni otras yerbas. Me subí a mi 1500 Volkswagen 90, rogando que no hubiera controles de alcoholemia. Tuve suerte. Desde San telmo hasta el centro, a esa hora, por lo menos, naranja. Y el viejito se portó de primera. Apenas corcoveó cuando lo puse en marcha. Estacioné frente a Plaza Lavalle. Una pareja apretaba en un banco. Mas allá, un grupito de tipos tocaban bongóes entre risas. No parecían en pedo. Por Corrientes había poca gente. Pibes jóvenes caminando a la deriva, alguna que otra pareja con cara de embole, un cana en la esquina de Paraná mirando hacia arriba. Todo estaba cerrado. La Giralda, las librerías, los ciber, La Paz. En algún momento me senté en la entrada de Liberarte. Encendí un pucho y, a través del humo, hice como el yuta. Miré el cielo, a ver si pintaba alguna batiseñal, algo que pudiera ser un ave, un avión. Pero no. Apenas vi la noche y me vi a mí misma, tan estúpidamente aburrida como siempre.

martes, 1 de enero de 2008

Japi niu ier, che

El viernes sonó el teléfono. Lo miré. Me le acerqué despacio, con miedo. Sabía que eso tenía que suceder. Pasa todos los años. Hace un mes también pasó. Y también temí. Esta vez, tuve que poner los pechos. Cuando dejó de sonar, con cautela infinita, me acerqué. Marqué lo que se marca para ver si hay mensaje. Sabía que era inevitable. Esa voz, esa voz tronó en mi cabeza como un obús. Cuando colgué, con las palabras filtrándose a través de mi oído hacia las capas mas profundas de mi subconciente, me eché, temblorosa, en un rincón. Iban a ir esos tíos con los que el viejo siempre termina discutiendo, cuando no se empeda antes y se va a dormir a las doce y dos minutos. También mi abuela, a la que una vez vi como la dentadura se le caía sobre la comida. Ni hablar de mis primos. Todo bien, ojo. Con ella, hay onda. Con él, la habría, si no fuera que sé, desde hace unos diez años, que si no le diera vergüenza ya se me hubiera tirado encima sin importarle que mi vieja sea hermana de la suya. No nos vemos seguido. Una vez al año, casi siempre por estas fechas. Vittel toné, pollo, ensalada waldorf. Que cosa. A mis compañeros de laburo les pasa casi lo mismo. Me tomé mi tiempo. El sábado llamé. Después de diez minutos en que madre largó el rollo de todos los años, logré cortar.
Que quieren que les diga. Prefiero hacerme una tartita, bajarme un vinito, un cuarto de helado, y si hay prensado, ni hablar. A veces me da por quedarme a mirar por la ventana como los giles hacen quilombo con lucecitas ruidosas y casi siempre berretas.
Otras, si tengo hombre, lo invito. Si es canchero, me acompaña con la cena. Si no, lo espero después de las doce, que la madre se ofende si se las toma antes del brindis. Y otras, tal vez las mejores, me cabe salir a caminar después de pintarme los labios de rojo, los ojos de negro, ponerme ese pantalón gastado que no puedo abrocharme y, con los borcegos con puntera metálica, salir a patearles el culo a los mamados que me dicen cosas. Algúna vez va a salirme mal.
O me violan entre cuatro, o, lo que es peor, mi vieja me convence y termino cenando pollo al horno con sabor a cartulina y el maldito, nauseabundo vittel toné.